Se conoce que Zeus, dios de dioses y hombres, era un libidinoso y lisonjero capaz de llevar a cabo todas las artimañas habidas y por haber con el fin de llevarse al huerto a más de la mitad femenina de la cosmogonía griega y también a una pequeña parte de la masculina. Muy al pesar de su esposa, la diosa Hera, el fresco se valió de todos los disfraces del Olimpo para conquistar a Temis, Deméter, Leto, Sémele, Ganimedes y un largo etcétera. Con tantos rostros como Lon Chaney, el dios del cielo y del trueno tomó forma de cisne, águila, sátiro e incluso de lluvia de oro, entre otras muchas, para seducir a las víctimas de sus engaños.
Una de sus transformaciones más reconocibles es la de toro blanco, con la que secuestró a Europa, la princesa de Tirio de la que se había encaprichado. La joven estaba disfrutando de un soleado día de playa con sus amigas, cuando apareció Zeus en forma de bóvido de enorme cornamenta y se postró a los pies de la princesa. Pese al susto inicial, el animal se ganó poco a poco la confianza de Europa. Tanto fue así que, al poco tiempo, ella le coronó con flores e incluso se atrevió a subir a su lomo, un acto que aprovechó Zeus para escapar con la princesa atravesando el mar velozmente hasta la isla de Creta.
Pese a los intentos de la familia de la joven por dar con su paradero, no lograron encontrarla. Una vez en Creta, el dios volvió a su forma original y mantuvo relaciones sexuales con Europa bajo un ciprés. Ella fue la primera reina de Creta y tuvo tres hijos con Zeus: Minos, Radamantis y Sarpedón. Echándole mucha imaginación y uniendo estrellas se puede observar al toro blanco en el firmamento: la constelación Tauro.
En el s.II a.C. el poeta griego Mosco de Siracusa contribuyó a la construcción del escenario de esta historia en el imaginario colectivo: motivos marinos, delfines, tritones y personas jóvenes rodeando al toro blanco. El mito fue olvidado por la sociedad durante un largo tiempo hasta que, en la época de Cristo, el poeta Ovidio lo recogió en su Metamorfosis junto a otros relatos mitológicos e históricos.
François Boucher
Aunque el mito ha sido abordado por muchos pintores, en el Museo del Louvre de París se conserva una de las representaciones más populares de este episodio de la Metamorfosis de Ovidio. Se trata de la obra que pintó François Boucher (1703-1770) en 1747 con motivo de un concurso que organizaba la Corona para decorar los Edificios Reales. En esta convención participaron diversos artistas de renombre de aquella época en Francia. Entonces se estilaban mucho en la alta sociedad las piezas de arte basadas en los mitos griegos.
Boucher decidió presentarse al concurso con El rapto de Europa, una obra con la que gozó de gran popularidad en el ocaso del rococó. Este cuadro de grandes dimensiones es rico en cromaticidad, texturas y figuras donde, el elemento principal, es un toro blanco que se relame con una lengua que refleja la lascivia de Zeus. Se cree que el mito se originó en la isla de Creta, donde se rendía culto a este animal en torno al que se llevaban a cabo sacrificios y rituales de fertilidad. Es por ello por lo que el dios metamorfoseado en bovino representa la fuerza, la fecundidad, el poder y la bravura.
En una misma escena todos los elementos parecen danzar en torno al punto donde se haya Europa sobre Zeus con un gesto de entusiasmo. El mar bravío, la espesura del bosque y un cielo preñado de nubes enmarcan a los protagonistas. Sobre ellos, una bandada de putti o erotes (bebés alados) juguetean con un manto blanco. Estos pequeños rollizos y rosados han acompañado a Europa desde la Antigüedad y representan el amor y el deseo, pues eran los compañeros del dios Eros.
La popularidad de los mitos griegos en la Europa del s. XVIII suponía, entre otras cosas, un pretexto para mostrar cuerpos desnudos, esencialmente femeninos. En tiempos del Rey Sol, los moralistas rechazaban estos relatos y espetaban contra ellos calificándolos de impúdicos e inútiles. No obstante, cuando Boucher pintó El rapto de Europa, las pinturas eróticas con personajes mitológicos como protagonistas se vendían como las que más bajo el calificativo de “mitología galante”. De esta forma, a aquellos ricos que podían comprarlos, no sólo les permitían aparentar un refinado gusto por el arte y la cultura, también podían recrearse en sus más ardientes deseos internos al contemplarlos.
El prestigio de Boucher llegó a ser tal, que la marquesa de Pompadour y primera ministra de cultura de Francia Jeanne-Antoinette Poisson, que era amante del rey Luis XV, le contrató como su ayudante. El pintor lo dejó todo para dedicarse a la decoración de los palacios reales, entre ellos el Elíseo. Lo que se esperaba de él eran representaciones armoniosas en las que destacasen aquellos aspectos de la vida más agradables para la burguesía. Por ello, incluso en las pinturas campestres, las pastoras iban tan engalanadas e impecables. A este estrato social no le agradaba ver a campesinos sudando la gota gorda, pues les recordaba que su riqueza procedía de las manos de los jornaleros.
Tras un breve periodo de bonanza para el pintor, no tardaron en aparecer detractores de su obra hasta de debajo de las piedras. Fieros críticos vilipendiaron sin piedad sus pinturas y las tacharon de artificiosas por los rostros porcelánicos de sus protagonistas, los tonos rosados y pastel, así como por la pomposidad de los vestuarios. Uno de sus mayores difamadores fue el escritor y filósofo Denis Diderot, quien definió a Boucher como “el enemigo mortal del equilibrio, que nunca ha conocido la verdad”.
François Boucher cayó en el olvido al poco tiempo de morir, en 1770. Pero, como suele suceder, el paso del tiempo otorgó a su obra y figura el lugar que le correspondía en los libros de historia del arte.