Pocas cosas llaman tanto la atención de curiosos y turistas de todo el mundo como las eternas vigilantes de la fe cristiana: las gárgolas. Desde las más ilustres catedrales de la cristiandad vigilan impertérritas, con su mirada hierática, la constante degradación del mundo en el que, adormiladas, nos recuerdan el infierno que aguarda a aquellos que huyen de la fe y de la luz. Y es que, hay algo en ellas que ha podido cautivar incluso la tan exuberante imaginación de autores como Clark Ashton Smith o el ya célebre escritor Víctor Hugo.

Para entender mejor estas figuras y su función es también necesario partir de la comprensión del arte gótico, un arte caracterizado, en contraposición al románico, por la tendencia hacia las alturas de su arquitectura, con enormes agujas y muros levantados hacia el firmamento. Un arte donde el vano empieza abrirse paso frente al muro, y donde la luz, en contraste con la oscuridad, muestra todo su esplendor.

Es aquí donde algo tan simple como la evacuación de las aguas de lluvia da lugar a algo tan hermoso como el reflejo de nuestros propios miedos. Y es que las gárgolas no son más que la terminación de un gran laberinto de canales destinados a evitar que el agua de lluvia, en su escorrentía por la superficie de la catedral, dañe su aspecto. Desde luego, los arquitectos del momento no desperdiciaron su oportunidad de plasmar tan macabra imaginación con cierto mensaje aleccionador de la fe.

Se empezó entonces a extender entre las creencias populares que tan espantosas criaturas tenían como función ahuyentar al demonio y espantar a malignas criaturas enemigas de la cristiandad

En un principio las gárgolas eran toscas y ciertamente no muy numerosas, pero pronto los arquitectos del Medioevo advirtieron que cuantas más gárgolas se instalasen, más se reducía el caudal de agua saliente de cada una de ellas y, por consiguiente, también se reducía la afección de la caída del agua sobre las fachadas del templo. Las gárgolas ofrecían también la oportunidad de alejar la salida del agua de las fachadas mediante una mayor esbeltez y tamaño de las figuras representadas. Un recurso arquitectónico que se prestaba al tiempo, y de forma magnífica a la imaginación de sus creadores, plasmando formas y figuras tan perturbadoras como aterradoras, y que hoy día podemos dividir en tres grandes grupos: formas animales, formas fantásticas, y formas humanas.

A través de estos tres tipos de formas las gárgolas representan a diferentes seres y entidades malignas, abominables, o en ocasiones burlonas y jocosas. Estas gárgolas se diferencian de unos seres muy similares pero diferentes al tiempo: las quimeras. Pues estas últimas, igual de enigmáticas, presentan una función meramente decorativa, siendo estas las principales compañeras de viaje de las primeras.

Se empezó entonces a extender entre las creencias populares que tan espantosas criaturas tenían como función ahuyentar al demonio y espantar a malignas criaturas enemigas de la cristiandad. Otros, sin embargo, decían que el objetivo último era recordar a los pecadores y a aquellos que osaran desviarse del camino de Dios los tormentos y aberraciones del inframundo.  Estas historias y creencias tienen origen en un mito del siglo VII, el mito del Dragón Gargouille, un ser abominable y aterrador de cuello largo y escamoso, con prominentes mandíbulas y hocico robusto que, desde el cielo y con sus alas membranosas, aterrorizaba a la población provocando masacres e inundaciones. Hasta que el sacerdote Romanus, con el poder de la cruz, sometió y mató a la bestia en la localidad francesa de Rouen, cortando su cabeza y exhibiéndola colgada de la fachada del Ayuntamiento.

En cualquier caso, y sea como fuere, estas gárgolas, tras contemplar el paso de los siglos, han llegado hasta nosotros con las mismas brumas, luces y sombras con las que el mundo las vio nacer, y seguirán ahí cuando el que escribe estas líneas deje de estarlo. Y seguirán ahí para ser fuente de inspiración de artistas, escritores o cineastas. Y seguirán ahí, en definitiva, para recordarnos que por mucho que avance nuestra civilización, toda luz, al igual que en el gótico, conlleva una sombra.


«Ambas gárgolas estaban colgadas en los extremos opuestos de una torre alta de la catedral. Una era un monstruo de cabeza felina que gruñía amenazadoramente, con labios separados que mostraban formidables colmillos; bajo las cejas, sus ojos despedían un abismal odio. Tenía las garras y las alas de un grifo, y daba la impresión de estar a punto de saltar sobre Vyones como una arpía sobre su presa. Su compañera era un sátiro astado con el aspecto de un enorme murciélago como los que yerran por las cavernas subterráneas, con fuertes y afilados talones, y una mirada rebosante de satánica lujuria, como si se regodeara ante las indefensas víctimas de su pernicioso deseo. Ambas piezas estaban completas, incluso sus cuartos traseros; parecían no estar unidas al tejado a la manera habitual. Podría esperarse a que, en cualquier momento, se liberaran de la piedra que inmovilizaba sus formas”

El escultor de gárgolas (1932)
Clark Ashton Smith